Hernán Frigolett
y Rafael Urriola.
Economistas de Nueva Economía.
A fines del S XX
con el apoyo de varios organismos multinacionales se declaró que las políticas
proteccionistas y la participación del estado en la economía eran nocivas. Así,
se exageró el rol del mercado y, muy particularmente se aprovechó una coyuntura
de retrocesos violentos de la democracia en América Latina para desregular el
mercado laboral eliminando –hasta físicamente- a los representantes
sindicales. Esta política no pasó la
prueba de la práctica. La década de los 80 fue declarada la década perdida.
Gran parte de la recuperación económica se ha basado en una estrategia
extractivista basada en recursos naturales y arrasando con las protecciones
ambientales básicas.
El desarrollo
mundial ha sido arrastrado por la demanda de los países emergentes (China,
India, Rusia, Brasil, Sudáfrica) y esto ha creado una recuperación de los
términos de intercambio por el ascenso en los precios de las materias primas en
que el país se ha favorecido enormemente con los precios del cobre. Desde 2004 los excedentes del cobre anuales
han superado los 6.000 millones de dólares en promedio, mientras que
anteriormente alcanzaron a menos de 1.000 millones. ¿Podrá durar este boom?
¿Como nos preparamos hoy para eventos adversos que podrían suceder mañana?
Así, el dualismo
estructural productivo entre un sector exportador dinámico y el resto de la
economía ha arrastrado a una exacerbación en la concentración de los ingresos
con lo cual hay chilenas y chilenos que observan pasar el carro del desarrollo
sin poder beneficiarse proporcionalmente de ello.
En este
contexto, se ha fortalecido una visión conservadora “oficial” que impide una
adecuada elaboración de juicios de hecho sobre la evolución de la economía, la
sociedad y el Estado.
El pensamiento conservador soslaya temas fundamentales
para la elaboración de las políticas públicas. El debate económico debe
incorporar el tema de la calidad de los mercados, los cuales deben ser
regulados y guiados (como lo demuestran los casos de La Polar, Farmacias,
Cencosud, Banco Estado), y en algunas esferas, especialmente en la provisión de
bienes públicos, directamente sustituidos por la acción colectiva gubernamental
y social, lo que en sí no es contradictorio con concebir las políticas de
desarrollo equitativo y sustentable de un modo amigable con la eficiencia
productiva y la estabilidad económica.
El objetivo de
una nueva estrategia de desarrollo debe ser mejorar la calidad de vida general,
el acceso igualitario a ella y resguardar los derechos de las futuras
generaciones, es decir, una visión de una Nueva Economía, capaz de superar el
prisma conservador del reduccionismo neoliberal como representación de la
verdad absoluta e incontrarrestable. Es
indispensable para diseñar políticas públicas y para entender la esfera
económica, reconocer el carácter inseparable de la economía con las dimensiones
social y ambiental. Tampoco es posible avanzar si se aplican estrategias que
arrasan a su paso con el bienestar de generaciones futuras destruyendo el medio
ambiente y descartando tomar acciones frente al cambio climático global.
En el Chile de
hoy parece más que nunca necesario cambiar el eje de acción pública desde un
contexto financista-consumista a uno desarrollista-productivista en el que el
Estado sea un gran articulador del bien común. Así, con los temas planteados
por los movimientos sociales, se han empezado a tambalear en el debate
público los dogmatismos conservadores
reconociéndose nuevos temas como el desequilibrio en la relación entre trabajo
y capital y entre los mercados financieros y la actividad productiva; entre las
empresas oferentes de servicios y los consumidores; entre pequeños y grandes
empresarios; entre los bienes públicos y los de mercado (el lucro mediante).
El debate
postergado por el conservadurismo es que el Estado puede y debe, no solo
reparar fallas de mercado, sino también orientar y crear mercados, invertir
activamente en nuevas tecnologías y sectores, influir en el crecimiento
económico y hacerlo más amplio e inclusivo, estimular las inversiones de alto
riesgo (como las que deben hacerse para asegurar una transición hacia energías
renovables en las que Chile tiene un potencial privilegiado), permitir una
inserción activa antes que pasiva en la economía mundial, inducir
diversificaciones productivas y promover sectores generadores de empleo y de
equilibrios territoriales.
¿Quien, sino el
estado, puede inducir la tarea insustituible de redistribuir ingresos
incrementando los de los más pobres con la concurrencia de una carga tributaria
proporcionalmente más alta de los grupos de mayores ingresos? ¿Puede aceptarse
que, según un estudio de la Universidad de Chile, el 1% de la población acapara
el 30% de los ingresos? Al mismo tiempo, los gobiernos deben velar por los
derechos ciudadanos organizando sistemas públicos de seguridad social en salud,
pensiones y desempleo para garantizar coberturas universales. Las empresas
privadas proveedoras de servicios sociales no han pasado la prueba de la
eficiencia.
Tampoco la
política y la economía pueden separarse.
El pensamiento económico debe ser inherentemente contextual y sistémico,
institucional y político, para estar al servicio de la elaboración de opciones,
con la identificación de sus costos y beneficios, que la sociedad resuelva
democráticamente. De poco sirve aferrarse
a doctrinas económicas rígidas y dogmáticas, por el contrario, lo pertinente es
la permanente observación de los hechos y el examen riguroso de la variedad de
trayectorias exitosas y fracasadas en el mundo contemporáneo.